Había un proverbio chino que dice: “Si tus problemas tienen solución, no te preocupes. Si tus problemas no tienen solución… para qué preocuparte”.
Con la primera parte es obvio que no todos estaremos de acuerdo, la gente activa tiende a buscar la solución a sus problemas activamente, lo contrario, incluso podría ser considerado de vagos o pasotas. Algo que los chinos no son. Quizá es que no entendamos bien esta primera parte.
Pero hoy quiero centrarme más en la segunda parte.
Cuando tu problema no tiene solución… porqué darle más vueltas.
Muchas veces me pregunto que idea, que pensamiento, qué sentimiento pueden hacer que una persona, a la que le comunican que le quedan pocos días de vida decida empeñarse en vivir estos últimos días, como lo que son, sus últimos días. En vez de lo que solemos hacer el resto de personas, primero negarlo, luego enfadarnos por lo injusta que es la vida, y luego, si queda tiempo, deprimirnos.
La solución es fácil: el primero es chino y el segundo occidental… Me temo que no, esta no es la respuesta. Hablo de lo que conozco, que por cuestiones de nacimiento, sólo conozco personas nacidas en occidente, al menos hasta el momento. Y dentro de estas personas, supongo que al igual que en los orientales, estamos de los dos tipos: los que se empeñan en vivir, los que deciden vivir, y los que no, los que se dejan llevar por la negación, el enfado y la depresión.
También he observado que si a las segundas personas, a las deprimidas, se les da el tiempo suficiente, y algunas circunstancias determinadas, tienden a salir de su depresión, resignarse primero y luego volver a tomar las riendas de su limitada vida para hacer algo por lo que merezca la pena levantarse cada mañana. El problema es que no siempre tienen ese tiempo, esas circunstancias, o simplemente deciden ignorarlas.
Por lo que he hablado con las personas que optan por la primera opción, “empeñarse en vivir”, parece que la idea que les ha llevado a esta opción es ver con claridad que sólo tienen dos opciones: aprovechar lo que les queda de vida, o desperdiciarlo empeñándose en negar lo obvio: “todos tenemos los días contados”. Sólo que unos tienen algún tipo de certeza sobre la cercanía de su fin y los demás no.
Vaya, eso lo puede deducir cualquiera, pero eso cómo se hace; cómo me empeño en vivir; cómo consigo no pensar en lo poco que me queda.
Por lo que me cuentan los que han decidido vivir, tiene algo que ver con la decisión primera sobre la inutilidad del pensamiento derrotista y con la práctica que tengamos en disfrutar y valorar las cosas sencillas de la vida. Las realmente importantes a la postre. Una puesta de sol, los ojos expectantes de un niño, el aroma de un ser querido traído por una ligera brisa cuando este se acerca, el dulce sabor del agua pura de un arroyo de montaña…
Yo, que, por suerte supongo, aún no sé cuanto tiempo me queda, pero como me parece una idea bastante sensata que si practicamos y sentimos el valor de las cosas sencillas que nos encontramos en la vida, cada vez seremos capaces de apreciarlas más y daremos menos vueltas a lo que no tiene solución, como decía el proverbio y que esto, algún día, puede hacerme disfrutar más de lo que me quede de vida; decido aprender a saborear la caricia de mi hijo o mi hija, el susurro de mi pareja, la suave brisa con aromas a mar que te indica que ya estas cerca de su salada agua, los olores a jara de mi tierra, la paz que el calor del sol despierta en mi piel tras una noche fría…
¿Tú que decides?